Crónica de una cuidadora agotada
Acompañar a alguien que amamos en una enfermedad larga no es una tarea que se elige. Sucede. Y cuando sucede, no hay manual ni entrenamiento previo que alcance. Durante más de una década, acompañé a Roberto, el padre de mis hijos, atravesando cada etapa de su enfermedad. Recorriendo hospitales, haciendo malabares con mis emociones y responsabilidades, y sobre todo, aprendiendo a sostenerme sin perderme en el camino.
En este post quiero contarte una historia muy personal, una escena cotidiana que me marcó para siempre. Tal vez te veas reflejada, tal vez no. Pero si alguna vez sentiste que no podías más y seguiste igual, entonces esta historia es para vos.
El ritual de la rutina y las lágrimas ocultas
Roberto estaba internado en un sanatorio privado, a hora y media de casa. No le gustaba la comida hospitalaria, así que todos los días le preparaba su vianda. Salía de casa con el tupper, tomaba el colectivo, le daba de comer, le hacía compañía por varias horas, y recién muy tarde volvía. Mi día terminaba pasada la medianoche, con otra hora y media de viaje de regreso.
Durante ese viaje de vuelta, me permitía algo que no hacía frente a nadie: llorar. Me subía al colectivo, elegía el asiento del fondo y dejaba que las lágrimas cayeran. Era mi momento. Lloraba por agotamiento, por ver a Roberto deteriorarse, por mis hijos, que nunca conocieron a su papá sano. Lloraba por todos los proyectos truncos, por la vida que no íbamos a tener, por el miedo, la impotencia y la rabia.
Y así, noche tras noche, durante meses, el colectivo se transformó en mi confesionario.
La mujer fuerte también se quiebra
Siempre fui la que tiene todo bajo control. Planificadora, organizada, funcional. En mi grupo de amigas soy una especie de “sabio del pueblo”, la que da consejos sensatos y ve el vaso medio lleno. Nos juntamos a cenar una vez por semana, y esa noche, algo se rompió.
Entre la pizza y las charlas, me largué a llorar. Conté mi rutina, mi agotamiento, y no pude evitarlo. Mis amigas se quedaron mudas. Me vieron quebrarme por primera vez. Y entonces, una de ellas, con ese toque de humor salvador, me dijo:
—Ya sé, te regalo estos anteojos de sol. Son grandes, tipo máscara de soldador, así podés llorar tranquila en el colectivo sin que nadie se dé cuenta.
Todos se rieron. Yo también. Me los puse. Y fue, aunque suene frívolo, el mejor consejo que recibí.
Las gafas como escudo y como puente
Ese regalo fue mucho más que un par de anteojos. Me permitió seguir llorando en el colectivo, sí. Pero también me recordó algo fundamental: no tenía que ser siempre fuerte. Que podía recibir ayuda. Que tenía derecho a mostrarme vulnerable. Hasta ese momento, si no necesitaba nada, no pedía nada. No recibía nada.
Esas gafas me permitieron cambiar el guion. Recibí escucha, comprensión, apoyo... y mis gafas de sol.
¿Qué pasó después?
Cada noche, me sentaba en el fondo del colectivo con mis anteojos puestos. Lloraba sin que nadie me viera. Unas cuadras antes de llegar a casa, respiraba hondo, me secaba las lágrimas, me hacía vientito en los ojos y seguía.
Ni mis hijos, ni mi papá, ni mi hermana, ni el propio Roberto me vieron quebrada. Era mi forma de protegerlos.
Con el tiempo, entendí que no estaba mal sentir. Que mostrarse vulnerable no es debilidad, sino humanidad. Que ser funcional no es lo mismo que estar entera. Y que a veces, el mejor consejo no es el más profundo, sino el más oportuno.
Reflexión final
Este blog no es un lugar de teorías, ni un espacio de fórmulas mágicas. Es mi manera de contar lo vivido para que vos no tengas que atravesarlo sola.
Si estás cuidando a alguien, si te sentís agotada, invisible, o con el alma rota… te entiendo. Y aunque creas que no, hay formas de seguir sin destruirte en el intento.
No dejes que el “tener que poder” te impida pedir ayuda. No esperes a estar al borde para soltar. Y si un día necesitás llorar en silencio, buscá tus propias gafas de sol… pero no te quedes sola detrás de ellas.
Gracias por leer hasta acá 💜
Si sentís que esto resuena con vos o querés compartir tu historia, te invito a seguirme en el blog y en mis redes. Hay otra forma de acompañar… sin perderte en el camino.
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