Cuidar y quedarse solo: cómo enfrentar el aislamiento que sufren los cuidadores
Cuando el cuidador se queda solo: la trampa de ponerse la capa de superhéroe
Cuidar a alguien que amamos puede ser una de las experiencias más transformadoras de la vida. Nos conecta con lo humano, con la empatía, con la entrega. Pero también tiene un lado oscuro del que poco se habla: el aislamiento. Poco a poco, sin darnos cuenta, dejamos de ver a los amigos, nos alejamos de la familia, y un día despertamos descubriendo que estamos completamente solos frente a una responsabilidad que nos desborda.
Quiero compartir una escena real de mi vida como cuidadora. Una de esas que quedan grabadas a fuego y que muestran con claridad cómo, cuando una enfermedad avanza, no solo enferma el cuerpo de quien la padece: también va reordenando y debilitando los vínculos a su alrededor.
Una puerta cerrada y una vida que pesaba demasiado
Ya les conté alguna vez que en una oportunidad tuve que abrir la puerta de un departamento con una tarjeta. En ese departamento vivían Roberto —el padre de mis hijos, con Parkinson avanzado— y su madre, una señora de más de 80 años, enojada con la vida, con el mundo y con todos los que la rodeaban.
La escena completa era desgarradora: Roberto, debatiéndose entre la rigidez y las disquinesias que lo volvían muy poco funcional; su madre, en silla de ruedas, furiosa, resentida y limitada; y yo, corriendo de un lado a otro para sostener lo insostenible.
Cualquiera que hubiera mirado desde afuera habría concluido que necesitábamos ayuda urgente. Era obvio. Tenía dos hijos pequeños, un negocio que mantenía a la familia, deudas acumuladas y mi propio padre a cargo. Era demasiado para cualquiera… salvo, aparentemente, para Roberto y su mamá, que parecían verme como una especie de superheroína con poderes infinitos. Y, lo admito, en algún momento yo también me creí ese papel.
Cuando el cuidado no viene con recursos
Algo que suele pasar con enfermedades como el Parkinson, el Alzheimer o cualquier patología degenerativa es que no llegan con un crédito económico adjunto. No aparece mágicamente un depósito mensual en la cuenta bancaria de los cuidadores. Y esa falta de recursos lo complica todo: no solo tenemos que cuidar al enfermo, también tenemos que cuidar el bolsillo.
Ese día, a fin de año, estaba agotada. Los dos —madre e hijo— estaban en sus camas, cada uno con necesidades especiales. Mi hijo mayor estaba a punto de repetir en el colegio. Tenía que ir al banco a renegociar otra deuda. Ni siquiera me alcanzaba para comprar la gaseosa que tanto pedía Roberto, porque además era adicto a la Coca-Cola.
Y me cansé. Me sentí absolutamente al límite.
Una agenda olvidada y el silencio de los vínculos
Entré a la habitación de Roberto, me senté en la cama y abrí el cajón de la mesita de luz. Ahí encontré una agenda vieja, llena de números de amigos y familiares. Personas que alguna vez habían estado cerca, pero que con el tiempo —y con la poca voluntad de Roberto para sostener sus vínculos— se habían ido alejando.
Decidí empezar a llamar, uno por uno, al azar. Estaba dispuesta a contar lo que estaba pasando. A romper el silencio. A mostrar lo que nadie quería ver. Porque lo cierto es que nadie estaba al tanto de la gravedad de la situación. Ni tíos, ni primos, ni amigos. Nadie.
La enfermedad nos había llevado a una especie de cueva. Una cueva oscura, de la que parecía imposible salir. Una cueva en la que yo me había quedado sola.
El error de ponerse la capa de superhéroe
Con el tiempo entendí algo: cuando uno se pone la capa de superhéroe, termina atrapado. Porque mientras vos sostenés todo, los demás asumen que podés con todo. Y el círculo se repite: vos te sobrecargás, los demás se alejan, y de repente la soledad es total.
Ese día fue un punto de quiebre para mí. Ya no podía más. Sentí que estaba escondiendo una verdad que necesitaba salir a la luz. No era solo la enfermedad: era el aislamiento, el silencio, la indiferencia de tantos que en otro momento habían estado.
Lo que aprendí (y lo que quiero compartirte)
Si estás cuidando a alguien, no te pongas la capa. No lo hagas.
No te dejes convencer por vos misma ni por los demás de que podés con todo.
Porque cuando una empieza a sentir que algo no está bien, que algo no huele bien, lo peor que puede hacer es seguir acelerando. Hay que frenar. Poner el freno de mano. Salir del auto y pedir ayuda, aunque cueste, aunque dé vergüenza, aunque duela admitir que no alcanzamos.
El cuidado no debería vivirse en soledad. Y aunque la realidad a veces nos arrincone, siempre es mejor buscar, hablar, tender puentes y no esperar a que el cuerpo —o la desesperación— exploten para decir basta.
👉 Esta historia no es solo mía: es la de miles de cuidadores que, sin darse cuenta, quedan atrapados en la soledad.
👉 Si estás atravesando algo parecido, quiero decirte algo muy simple pero poderoso: no estás sola, no sos menos por necesitar ayuda, y no tenés que cargar todo en silencio.
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Porque cuidar a otro también requiere que te cuides vos 💙.
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