De la oscuridad, al brote verde

Del humor al gris Siempre me definí como una persona payasa, en el mejor sentido de la palabra. Nunca le tuve miedo al ridículo. Podía reírme de mis canas, de mis rulos rebeldes que parecían querer tocar el cielo, de mis ironías conmigo misma. No necesitaba mirar al costado: ya tenía suficiente material conmigo. Con Roberto, incluso en sus “off” más radicales —esos momentos en que el Parkinson lo dejaba rígido, apagado—, encontrábamos un modo de reírnos juntos. Jugábamos a que éramos personajes de The Walking Dead . Él de zombie, yo de sobreviviente sarcástica. Ese sentido del humor, junto con mi practicidad, siempre fueron mis dos mayores fortalezas. Pero cuando la enfermedad irrumpió en nuestras vidas, siendo todos tan jóvenes —él, yo, nuestros hijos—, algo empezó a cambiar. El mundo multicolor que solía habitar mi vida comenzó a desdibujarse, hasta volverse gris. La soledad que no se dice El cuidado tiene muchas caras. Una es visible: pastillas, médicos, h...