De la oscuridad, al brote verde
Del humor al gris
Siempre me definí como una persona payasa, en el mejor sentido de la palabra. Nunca le tuve miedo al ridículo. Podía reírme de mis canas, de mis rulos rebeldes que parecían querer tocar el cielo, de mis ironías conmigo misma. No necesitaba mirar al costado: ya tenía suficiente material conmigo.
Con Roberto, incluso en sus “off” más radicales —esos momentos en que el Parkinson lo dejaba rígido, apagado—, encontrábamos un modo de reírnos juntos. Jugábamos a que éramos personajes de The Walking Dead. Él de zombie, yo de sobreviviente sarcástica.
Ese sentido del humor, junto con mi practicidad, siempre fueron mis dos mayores fortalezas. Pero cuando la enfermedad irrumpió en nuestras vidas, siendo todos tan jóvenes —él, yo, nuestros hijos—, algo empezó a cambiar. El mundo multicolor que solía habitar mi vida comenzó a desdibujarse, hasta volverse gris.
La soledad que no se dice
El cuidado tiene muchas caras. Una es visible: pastillas, médicos, horarios, rutinas. La otra es silenciosa: la soledad.
Yo me empecé a quedar sola de dos maneras.
Por un lado, sola en el cuidado. Era yo quien debía sostener, resolver, estar.
Por otro lado, sola como mujer, como persona. Mis amigas empezaron a desaparecer de la rutina, no porque no quisieran estar, sino porque yo ya no tenía ni energía ni tiempo para ellas.
Y en ese vacío, aparecieron pensamientos oscuros:
-
Esto va a ser así para siempre.
-
Nunca más voy a tener un tiempo para mí.
-
¿Por qué me tocó a mí, si siempre hice todo bien?
-
Qué felices que son todos… menos yo.
-
¿Y si me voy? ¿Y si dejo todo y que otro se haga cargo?
No lo decía en voz alta, pero dentro mío era una espiral que me llevaba hacia abajo. El cuerpo cansado duele, pero cuando la mente se convierte en enemiga, el peso es todavía mayor.
Una madrugada cualquiera
Recuerdo una madrugada volviendo a casa después de otra jornada agotadora. Caminaba sin rumbo, con la cabeza llena de preguntas y un nudo en el pecho. De pronto, me detuve frente a un jardín. Había una planta que me llamó la atención: una suculenta.
Algo había leído tiempo atrás: que las suculentas pueden reproducirse por una sola hoja. Que si una hoja cae y toca la tierra, puede sacar raíces y empezar a crecer otra planta.
Esa noche, sin pensarlo demasiado, arranqué tres o cuatro hojitas. También agarré un poco de tierra. Al llegar a casa, busqué un platito, puse la tierra y apoyé las hojas. Fue un gesto mínimo, casi mecánico. Pero sin saberlo, estaba plantando algo más que hojas.
El renacer en lo pequeño
Al día siguiente, volví a mirar el platito. Y al otro. Y al otro. Durante días me encontré haciendo lo mismo: pasar horas observando esas hojitas quietas, esperando un cambio. Mi atención, que hasta entonces estaba secuestrada por la angustia y el cansancio, se centró en ese rincón diminuto de tierra.
A los diez días, pasó lo increíble: salieron raíces.
No era una gran hazaña. No había cambiado mi situación ni mi agotamiento. Roberto seguía enfermo, yo seguía cargando con responsabilidades, y mis pensamientos oscuros aparecían cuando el cansancio era insoportable. Pero algo distinto había ocurrido: tenía un propósito nuevo, chiquito, pero mío.
Cada caminata de madrugada empezó a tener un nuevo sentido. Ya no era solo volver a casa con el cuerpo arrastrado. Era también buscar hojitas, gajitos, algo que me recordara que incluso de lo más roto puede salir vida.
Desenlace: abrir un espacio propio
Con el tiempo entendí que esas suculentas fueron más que plantas. Fueron un espejo de lo que yo misma necesitaba. Un recordatorio de que, aunque me sintiera quebrada, agotada o invisible, todavía podía echar raíces en algún lugar.
La soledad del cuidador es un tema del que poco se habla. Se supone que “podemos con todo”, que “es lo que corresponde”, que “nadie más lo va a hacer mejor que nosotros”. Y esa carga, sostenida día tras día, nos va apagando.
Pero la verdad es que no estamos hechos para desaparecer detrás del rol de cuidadores. Necesitamos espacios, aunque sean pequeños, donde volver a encontrarnos. Para algunos puede ser un café en silencio, una caminata corta, una charla con alguien de confianza. En mi caso, fueron unas hojitas en un platito.
Hoy, al mirar esas plantas que siguen creciendo, sé que representan mucho más que un hobby improvisado. Son una metáfora de la resiliencia, de la capacidad de regenerarnos incluso cuando sentimos que no queda nada.
Si vos también te sentís solo, agotado, invisible en este camino de cuidar, quiero decirte algo: no estás exagerando, no estás loco, no estás fallando. Lo que sentís es real. Y aunque parezca que la vida se volvió gris para siempre, a veces una hoja basta para recordarnos que todavía hay futuro.
🌱 Porque incluso en los momentos más oscuros, podemos echar raíces y volver a florecer.
💌✨ ¿Te sentís identificado con lo que acabo de compartir? ✨
No estás solo, somos muchos los que vivimos este camino.
👥 Sumate a nuestra comunidad para recibir notificaciones, ser parte de una tribu que entiende lo que atravesás y encontrar apoyo en cada paso, ES COMPLETAMENTE GRATIS 👇
https://bit.ly/Yo_estuve_ahi
📲 Y si preferís una charla privada, cercana y en confianza, podés escribirme directo por WhatsApp. La primera conversación es sin compromiso, con toda la privacidad y calidez que necesitás 👉
https://wa.me/5491171724859
Porque cuidar a otro también requiere que te cuides vos 💙.

Comentarios
Publicar un comentario