La culpa que no me dejaba disfrutar… y cómo aprendí a soltarla
Hacía rato —más de un año— que intuíamos que algo no andaba bien. Muy mal.
Las señales estaban ahí, pequeñas al principio, luego más evidentes… pero el golpe final llegó el día del diagnóstico: Parkinson.
A partir de ese momento, aunque en apariencia nada había cambiado, todo se volvió distinto. El día a día seguía su rutina: las mismas pastillas, los mismos horarios, las mismas tareas… pero ahora teníamos un nombre para lo que nos pasaba. Y junto a ese nombre, venía la certeza que nadie quiere escuchar: no hay cura… y además, va a empeorar.
Yo, que había pasado por la carrera de Psicología, conocía un poco de neurología y farmacología. Lo suficiente para entender que no se trataba solo de temblores, sino de un camino largo, desgastante y con pocas treguas. Sabía más de lo que me hubiera gustado saber.
Una mañana que empezó como cualquier otra
Ese día me levanté como siempre. Tenía trabajo en la mañana y un listado mental de pendientes. A mitad de la jornada, sonó el teléfono. Era Roberto. Contesté… pero no pudo hablar. Solo emitía sonidos, como si su voz estuviera atrapada en un silencio forzado. Estaba en off.
Con el celular todavía en la mano, intenté seguir atendiendo a mis clientas. Fue una mañana agitada: gente entrando, preguntas, pagos… pero mi cabeza estaba en otro lado. Tuvieron que pasar dos horas hasta que pude devolverle la llamada. Esta vez, no respondió.
Apenas terminé mi horario, salí corriendo hacia casa. Lo encontré en la cama, rígido. Las pastillas no habían hecho efecto. Con voz apenas audible, me dijo que no sentía las piernas.
El miedo me atravesó de punta a punta. Llamé a la ambulancia. No era la primera vez que subíamos a una… pero algo en mí sabía que esta vez era distinto.
El camino eterno al hospital
Durante el trayecto, mil preguntas me golpeaban la cabeza:
¿Qué está pasando si teníamos todo más o menos controlado?
¿Qué me faltó hacer?
¿Qué tendría que haber hecho mejor?
Llegamos al hospital. Nos llevaron directo al shock room. Yo temblaba tanto que apenas podía mantenerme de pie. Entraron dos o tres médicos. Lo revisaron, le colocaron una inyección. Diagnóstico: deshidratación severa.
La glucosa estaba por las nubes. Roberto no tomaba agua; su adicción a la Coca-Cola empeoraba todo. Esa combinación agravó el cuadro y lo dejó internado.
Cuando la culpa se instala
Ahí, en ese sube y baja de emociones, apareció la culpa.
¿Cómo no me di cuenta?
¿Por qué no le insistí más con el agua?
¿Y si no llegábamos a tiempo?
Yo no era una persona naturalmente culposa. Siempre fui de resolver, de mirar hacia adelante. Pero el cuidado crónico tiene esa trampa: con los días, con el desgaste, con las dificultades que el otro atraviesa, empezás —casi sin darte cuenta— a compararte con un ideal imposible.
Te preguntas qué más podrías hacer. Cómo podrías aliviarle el dolor. Cómo evitar el próximo episodio. Y así, sin darte cuenta, empezás a vivir más en el terreno de los “tendría que” que en el presente real.
Momentos nublados
Sí, tuvimos buenos momentos. Muchos. Pero la culpa se encargaba de ensombrecerlos. Siempre había una nube sobre la escena: la sensación de que algo fallaba, de que por mi culpa llegaban los off.
Pasaron años hasta que pude comprender algo que me costó aceptar: yo no podía curarlo.
Podía acompañarlo, cuidarlo, estar ahí en cada paso… pero querer estar mejor también dependía de él. No solo de mí.
Ese día, en medio de la angustia, el miedo y las preguntas sin respuesta, entendí que el amor por un enfermo crónico también implica aprender a soltar la ilusión de control. Aceptar que hay batallas que no son nuestras. Y que cuidarnos a nosotros mismos es tan vital como cuidar a quien amamos.
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