El día en que Juana se convirtió en la mamá de su mamá


El día en que Juana se convirtió en la mamá de su mamá

Crecí en una familia de comerciantes. De esas familias donde el mostrador es parte del ADN y las historias se tejen entre ventas, papel celofán y moños de colores. Mis padres trabajaban codo a codo, y desde chicas, mi hermana y yo aprendimos a envolver regalos y a detectar una buena clienta con solo verla entrar.

En esos años, se esperaba que las mujeres fueran amas de casa, que esperaran a los hijos con la comida lista. Pero esa parte a mamá no le salía. Lo suyo era el negocio: comprar, vender, conectar con las clientas. Mamá amaba el local, y las clientas la amaban a ella. Todos la amábamos.

Entre esas clientas, había una que se destacaba sin proponérselo. Alta, con energía arrolladora, siempre en ropa de gimnasio y con una sonrisa que te iluminaba el día. Venía con su hija, Juana, una nena de mi edad. Eran de esas personas que con dos palabras te caen bien. Irradiaban complicidad y buen humor. Cada vez que venían al negocio, era un placer atenderlas.

Pasaron los años. Ya adultas, seguíamos cruzándonos por el barrio. Saludos cortos, pero siempre cordiales. Hasta que un día, yo empecé a caminar por la vida del brazo de Roberto. El Parkinson se nos había instalado en casa y, con él, llegaron los comentarios de siempre: “¿Tuvo un ACV?”, “Pobrecito, con lo deportista que era”, “¿Te reconoce?”. Miradas cargadas de pena o curiosidad desubicada.

Pero no las de Juana.

Juana jamás nos miró con lástima. Ni ella ni su madre cambiaron su energía. Nos saludaban igual que siempre, con la misma luz, como si nada hubiera cambiado. Y eso, en medio de tanto ruido y dolor, era un alivio. Un pequeño oasis.

Durante un tiempo dejé de verla. Hasta que un día la volví a cruzar. Estaba distinta. Descolorida, apagada, como si le hubieran robado el brillo. La saludé y me respondió tarde, como si volviera de otro mundo. Me preocupé, pero no me animé a preguntar. A los pocos días, fue ella quien me lo contó:

—Mamá tiene Alzheimer. La estoy cuidando como puedo. El otro día salió corriendo, cruzó la avenida, casi la atropellan…

Desde entonces, empecé a verlas seguido. Ya no era la madre quien traía a Juana al negocio. Ahora era Juana quien traía a su madre. Ella del brazo, con ternura, guiándola como alguna vez lo había hecho su mamá. A su madre le encantaban los labiales rojos. Siempre se llevaban uno.

—Tengo más de una docena en casa, pero es lo único que le gusta comprar —decía Juana, mientras su madre sonreía frente al espejo.

Juana se había convertido en la mamá de su mamá. Yo era la mamá de Roberto. Nos mirábamos y sabíamos. No hacía falta explicar. Hay roles que se transforman y duelen. Convertirse en cuidadora, en madre de quien te crió, es una de las transiciones más difíciles que se pueden vivir. Porque no solo cuidás, también despedís. De a pedacitos, vas despidiéndote de la madre que conocías, y eso duele. Mucho.

Pasó el tiempo. Hace unos meses volví a cruzarla. Estaba sola.

—Tuve que internar a mamá —me dijo—. Ya no pude más. Con los nenes en casa… se escapaba, en una de esas corridas se fracturó la cadera. La voy a ver todos los días. Siempre le llevo su labial rojo.

La abracé. Y le dije lo que me salió del alma:

—Hiciste bien. Sos una gran mamá. De tus nenes… y de tu mamá.

Vi cómo se le aflojaba el gesto. Cómo se le volvía el color. Me sonrió con esa sonrisa de siempre. Algo de la culpa se deshizo en ese instante. Algo se alivió.

Los procesos de duelo que nos exige este tipo de enfermedades no siempre son comprendidos por los demás. No se trata solo de decir adiós al final del camino. Es un duelo anticipado, diario, silencioso. Un duelo por lo que fue, por lo que ya no será. Por lo que vamos dejando atrás para poder seguir sosteniendo.

Y en medio de todo eso, lo que más necesitamos es que alguien nos diga: "Lo estás haciendo bien".


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