El día que aprobamos para ser "discapacitados" , ese rotulo que nadie quiere tener.


Éramos una familia de cuatro: Roberto, mis dos hijos pequeños y yo. Nuestro sostén económico era el negocio familiar que mis padres habían iniciado a fines de los años 60. No teníamos lujos, pero vivíamos tranquilos.
Todo cambió lentamente, casi sin que nos diéramos cuenta. Primero, fue una falta de movilidad en su hombro izquierdo. Después, un caminar extraño, inclinado hacia la izquierda. Roberto, que no llegaba a los 40 años, ya no podía levantarse del piso con la misma agilidad.

Antes de esos síntomas, tomábamos el colectivo. Después, empezamos a pedir taxis. También cambió su carácter: se volvió más exigente con la comida. Imagino que era su forma de intentar compensar lo que le estaba pasando.

Mi rol como cuidadora fue creciendo de a poco: un 20%, 30%, 50%… mientras mis otros roles —mamá, amiga, encargada del negocio— se iban desdibujando.



El diagnóstico trajo consigo la medicación. Al principio fue un rayo de luz: Roberto casi no tenía “off” (esos momentos en que el cuerpo no responde). Pero con el tiempo, esa misma medicación se convirtió en un problema.

Para entonces, la mitad de mi tiempo ya estaba dedicada a cuidarlo y sostenerlo. El resto lo repartía entre ser mamá y mantener el negocio a flote. Las finanzas comenzaron a resentirse. Por las noches, apenas cerraba los ojos, me invadía una pregunta:
"¿De dónde voy a sacar el dinero para comprar las pastillas?"

Una amiga que trabajaba para el Estado nos dio un consejo que nos cambiaría la vida:
"Tienen que sacar el certificado de discapacidad".

Y ahí, esa palabra cayó como un trueno: discapacidad.



Discapacidad… ¿Roberto? ¿Con 40 años? ¿El mismo que siempre entrenó, que iba al gimnasio, que venía de una familia que nunca le hizo faltar nada?
Aceptar la palabra fue un proceso duro. A partir de ahí, comenzó otro capítulo: turnos para médicos, turnos para análisis, turnos para resonancias… éramos los reyes de los turnos.

Cada cita era un desafío: taxis, medicación extra para que pudiera llegar, ascensores que no funcionaban, escaleras que parecían muros.
Para quienes no lo saben, el diagnóstico de Parkinson rígido se hace por examen clínico; no aparece en análisis de sangre, placas o resonancias. En el caso de Roberto, no hacía falta ser especialista: bastaba verlo para darse cuenta de que algo grave le pasaba.

Después de meses, llegamos a la oficina con papeles y estudios de todo tipo. La llegada fue difícil. Sentíamos que íbamos a rendir un examen: ¿Roberto era discapacitado o no? Aprobamos ?

Dentro, Roberto estaba en “off” y yo trataba de sostenerlo, mientras cargaba los papeles, el agua, la toallita… intentando no perder la dignidad. Respondimos las preguntas y salimos a esperar el veredicto.

Nos llamaron una hora después:
—He revisado su legajo, señor. Sus estudios dan bien, el diagnóstico lo dio su neurólogo, pero necesitamos otros análisis para corroborarlo…

No escuché más. En ese momento, sentí el cambio en Roberto: se salió del “off” de golpe. Hubo gritos, llanto, caídas, estábamos desaprobando el examen por el que luchábamos día a día Llego la ambulancia Fue la situación más denigrante que viví, pedíamos por favor que nos den "el certificado"



Ese día pedíamos algo que nadie quiere pedir: el rótulo de “discapacitado”. Queríamos mantenerlo lejos de nuestra vida, lejos de los que amamos… pero estábamos obligados a pedirlo porque teníamos que elegir entre comer o comprar la medicación.

Después de seis horas en esa oficina, alguien —no sé quién— finalmente lo vio. Nos dieron el certificado.

Salimos con ese papel en la mano, sintiendo una mezcla amarga: alegría porque nos aseguraba acceso a la medicación y a ciertos derechos, y dolor porque materializaba la pérdida del cuerpo sano que alguna vez tuvo Roberto.

Ese certificado, que para otros es un trámite, para nosotros fue una batalla. Una batalla que ganamos… pero que no queríamos pelear.


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