El cuerpo grita lo que callamos




Cuidar a alguien que amamos puede ser una experiencia llena de sentido, de ternura y de humanidad. Pero también puede convertirse en un peso tan grande que, poco a poco, nos vamos perdiendo a nosotras mismas. Lo que empieza como un acto de amor puede terminar en agotamiento extremo, ansiedad y hasta en síntomas físicos que no podemos controlar.

En ese momento de mi vida, éramos dos personas acompañando al padre de mis hijos en su enfermedad. Pero como suele suceder, la carga no estaba repartida en partes iguales. Yo era psicóloga, y esa etiqueta parecía autorizar —o casi obligar— a que yo me hiciera cargo de casi todo.

Rutinas infinitas y un cansancio invisible

Mis días empezaban temprano. Preparaba el desayuno, organizaba a los chicos para ir al colegio, intentaba avanzar con algunas tareas domésticas que nunca alcanzaban, porque en esa época mi casa era un caos. Después abría el negocio, el único recurso económico que teníamos, y al mediodía lo cerraba para salir corriendo hacia la casa de Roberto.

Desde que amanecía hasta que cerraba los ojos por la noche, mis pensamientos giraban casi exclusivamente en torno a su cuidado. No era solo atender sus síntomas: era escuchar, resolver, acompañar, estar siempre disponible. Pero había algo curioso: yo no corría para llegar. Caminaba lento, muy lento. Como si quisiera que esas quince cuadras se alargaran un poco más, porque eran mi único espacio de respiro.

La realidad era que estaba exhausta. Dormía mal, comía peor. Mi cabeza era un torbellino de preocupaciones. Todo en mí funcionaba a medias: mi cuerpo, mis emociones, mis vínculos. Vivía en un modo automático donde lo único importante era sostener al otro.

Cuando el cuerpo no da más

Ese día parecía uno más. Llegué, hice las tareas de rutina, respondí a todas las demandas, una detrás de la otra. Pero había algo distinto: una sensación extraña que no podía explicar.

No sabía si tenía frío o calor. Empecé a transpirar. Las piernas me temblaban. Pensé: “Me está bajando la presión.” Puse el agua a calentar, tratando de seguir como si nada.

De repente, me atravesó una certeza: “Tengo que salir de acá.” "Me voy a morir"
Lo sentí con una urgencia brutal. El corazón me golpeaba en el pecho, las manos me temblaban, transpiraba frío. Escuchaba la taquicardia en los oídos. Apagué el fuego, empecé a caminar desesperada por el departamento, pero la sensación no cedía.

No aguanté más. Salí corriendo. Bajé las escaleras como si escapara de algo… aunque no sabía exactamente de qué. Solo sabía que, si me quedaba ahí, me iba a morir.

Hoy, con distancia, puedo ponerle nombre: ese fue el inicio de un ataque de pánico. Pero en ese momento no entendía nada. Era puro miedo. Puro desborde.

El cuerpo como último recurso

A veces el cuerpo es el último que habla. Y cuando lo hace, no se anda con vueltas.
Cuando no encontramos palabras, cuando no sabemos cómo pedir ayuda, cuando callamos lo que nos pasa por miedo a incomodar… el cuerpo aparece. A veces con un síntoma físico. A veces con un grito silencioso. A veces con un freno que nos obliga a parar.

Ese día me fui. No dejé todo perfectamente organizado, como solía hacer. Simplemente me fui.

Y me llevó varios días volver a armarme. Lloré mucho. Me desahogué. Empecé a hablarlo en voz alta, a reconocer lo que estaba viviendo. Fue doloroso, pero también liberador.

Por primera vez en mucho tiempo, puse un límite. Lo hice con amabilidad, sí, pero también con firmeza. Porque entendí que, si yo me derrumbaba, no iba a poder sostener a nadie más.

Escucharnos antes de llegar al límite

El cuidado de un ser querido nos pone frente a una paradoja enorme: damos lo mejor de nosotras, pero en ese dar podemos vaciarnos por completo. El amor se mezcla con la exigencia, y la culpa aparece cada vez que pensamos en nosotras mismas.

Por eso es tan importante aprender a escuchar los pequeños avisos antes de que el cuerpo tenga que gritar. Detenernos un instante para reconocer cómo estamos, qué necesitamos, qué cosas ya no podemos sostener solas.

No se trata de abandonar, ni de dejar de cuidar. Se trata de recordar que para cuidar a alguien más, primero tenemos que cuidarnos a nosotras. Poner un límite no es egoísmo: es un acto de amor propio que también termina siendo un acto de amor hacia el otro.

Ese ataque de pánico fue un antes y un después en mi vida. Me mostró con crudeza lo que venía silenciando hacía tiempo. Y aunque dolió, me obligó a abrir los ojos y a animarme a pedir ayuda.

Hoy quiero decirte algo que me hubiera gustado escuchar en ese momento: no esperes a que tu cuerpo te detenga. Escuchate antes. Ponete en el centro. Tu salud y tu bienestar también importan.



💌✨ ¿Te sentís identificado con lo que acabo de compartir? ✨

No estás solo, somos muchos los que vivimos este camino.

👥 Sumate a nuestra comunidad para recibir notificaciones, ser parte de una tribu que entiende lo que atravesás y encontrar apoyo en cada paso, ES COMPLETAMENTE GRATIS  👇

https://bit.ly/Yo_estuve_ahi


📲 Y si preferís una charla privada, cercana y en confianza, podés escribirme directo por WhatsApp. La primera conversación es sin compromiso, con toda la privacidad y calidez que necesitás 👉

https://wa.me/5491171724859

Porque cuidar a otro también requiere que te cuides vos 💙.


Comentarios

Entradas más populares de este blog

El duro camino de cuidar: Cuando el enfermo es mi ser amado

Crónica de una cuidadora agotada

Cuidar y quedarse solo: cómo enfrentar el aislamiento que sufren los cuidadores