En solo 24 horas: cómo la enfermedad cambió nuestra vida para siempre


En solo 24 horas: cómo la enfermedad cambió nuestra vida para siempre


Llegábamos a otra internación. Como ya les conté antes, Roberto era un hombre con muchos miedos, y eso hacía que todo fuera más difícil. Siempre llegábamos al límite de la situación. Cuando decidíamos consultar, la internación ya era inevitable.

Esa mañana salimos del departamento caminando despacio, con dificultad, pero caminando, del brazo. Pedimos un taxi y, milagrosamente, uno se detuvo. No siempre pasaba. La mirada de la gente nos acompañaba… y no siempre ayudaba.

Una vez incluso nos “escapamos” de una mujer que venía con una estampita en la mano. No corrimos —no podíamos—, pero apuramos el paso como si el aire pesara menos. Estábamos cansados, hartos de la mirada de lástima y compasión. Pero esa… es otra historia.



El taxi nos dejó en la puerta del hospital. Entramos a la consulta y, como tantas otras veces, el médico me habló a mí.
—A este muchacho hay que internarlo, no puede seguir así. Está anémico, deshidratado… —y siguió.

Yo ya no escuchaba. Todo eso lo sabía: estaba casi 24 horas al día a su lado. Pero la mayoría de los doctores actuaban como si Roberto no existiera, como si no comprendiera, como si no tuviera derecho a opinar sobre su propia vida.

Llegamos a la habitación. Llegó la cena. Le di de comer, lo llevé al baño, acomodé la cama, las almohadas, el vaso de agua… todo. Más de lo que debía, y aún así, él siempre demandaba más. Y yo… accedía. Siempre accedía.

Esa noche me fui a casa. Allí me esperaban mis dos hijos, que no llegaban a los diez años, y mi papá, de más de ochenta. Él, siempre paciente, en sus últimos años hasta se disculpaba por “darme trabajo”. A veces me pregunto por qué, teniendo padres tan poco demandantes, tan pacientes e independientes, terminé enamorándome de un hombre totalmente opuesto. Pero esa también es otra historia.



Al día siguiente, cerré el negocio al mediodía —nuestro único sustento— y corrí al hospital. Lo encontré sin poder mover las piernas. Veinticuatro horas antes habíamos llegado del brazo, subimos a un taxi, y ahora… no podía caminar.

Ahí terminó un capítulo y empezó otro: el de la rehabilitación, los fisiatras, los profesores de educación física… la nueva rutina que exige la tormenta cuando se instala para quedarse un tiempo.


En Argentina no tenemos huracanes. Es una de las pocas ventajas de nuestra geografía. Pero en la televisión, cuando uno amenaza las costas caribeñas, siempre mandan un enviado especial. Muestran el agua entrando a las casas, el viento, las olas gigantes.

Y siempre me llama la atención lo mismo: las palmeras.
Se doblan. A veces parecen tocar el suelo. Aguantan el viento furioso, se despeinan, se sacuden… pero no se quiebran. Si el viento sopla al sur, se inclinan a la derecha. Si sopla al norte, se inclinan a la izquierda.

Se adaptan.
Resisten.
Sobreviven.

Y cuando la tormenta pasa —porque siempre pasa—, ahí siguen. Firmes, recibiendo el sol.

Ese día entendí que, como cuidadora, yo también tenía que aprender a ser palmera. Doblarme, adaptarme, aguantar… y, cuando pase la tormenta, seguir ahí.


💌✨ ¿Te sentís identificado con lo que acabo de compartir? ✨

No estás solo, somos muchos los que vivimos este camino.

👥 Sumate a nuestra comunidad para recibir notificaciones, ser parte de una tribu que entiende lo que atravesás y encontrar apoyo en cada paso, ES COMPLETAMENTE GRATIS  👇

https://bit.ly/Yo_estuve_ahi

📲 Y si preferís una charla privada, cercana y en confianza, podés escribirme directo por WhatsApp. La primera conversación es sin compromiso, con toda la privacidad y calidez que necesitás 👉

https://wa.me/5491171724859

Porque cuidar a otro también requiere que te cuides vos 💙.




Comentarios

Entradas más populares de este blog

El duro camino de cuidar: Cuando el enfermo es mi ser amado

Crónica de una cuidadora agotada

Cuidar y quedarse solo: cómo enfrentar el aislamiento que sufren los cuidadores