Lo que un enfermo y su cuidador necesitan




Cuando lo que más necesitamos no es compasión, sino empatía

Roberto vivía en un departamento grande, sobre una avenida muy transitada. Una de las características del Parkinson tipo rígido es la alternancia entre momentos de ON y OFF. En los momentos OFF, el paciente se vuelve rígido, con gran dificultad para moverse, hablar, tragar, y sobre todo, caminar. En los momentos ON, en cambio, aparecían las disquinesias: movimientos involuntarios provocados por la medicación. En su caso, la ventana de “normalidad” era muy breve, y nosotros aprendimos a vivir entre esas dos orillas.

La alimentación también jugaba un papel clave. El efecto de la medicación dependía mucho de lo que había comido. Por ejemplo, las carnes rojas, su comida favorita, interferían con la absorción de la medicación. Eso significaba que no solo debía acompañarlo en lo físico, sino también cuidar cada detalle de lo que comía, organizar horarios, porciones, y pensar estrategias para que los síntomas fueran lo más llevaderos posible.

Para ayudarlo a salir del estado OFF, le servía que yo lo balanceara hacia un lado. Así, de a poco, lograba dar el primer paso. Nos habíamos vuelto expertos en caminar por el living, de punta a punta. Kilómetros imaginarios, pero muy reales. También caminábamos por la avenida: pasos cortos, arrastrados, siempre del brazo. Roberto apretaba fuerte —muy fuerte— y durante mucho tiempo sufrí un dolor crónico en mi brazo izquierdo. Una herida más de guerra.

Siempre llamábamos la atención. Las miradas nos seguían. Algunas con compasión, otras con miedo. La caminata en el Parkinson es particular: son pasitos cortos, con el cuerpo inclinado hacia adelante, pero también, a veces, es más fácil trotar o correr. Por eso resultaba errática, diferente, y las personas lo notaban de inmediato. La rigidez llegaba incluso al rostro: una máscara que borraba expresiones y dejaba a los demás con la impresión de que Roberto no entendía. Pero no era así: él estaba presente, solo que el cuerpo no lo acompañaba.

En los momentos OFF, casi no podía expresarse. Solo yo lo entendía. Y eso hacía que muchas personas preguntaran si tenía una deficiencia cognitiva desde el nacimiento. A veces nos daban estampitas, rosarios. Yo, que fui criada en un colegio católico, que hice la comunión y la confirmación, que jamás me enojé con Dios… confieso que estaba harta.

Solo queríamos caminar. A veces, subirnos a un colectivo y disfrutar de 20 minutos de silencio era nuestro pequeño triunfo. Pero siempre aparecía alguien. “¿Qué tiene? ¿Escucha? ¿Es tu hijo…?”. Sí. Una vez, incluso me preguntaron si Roberto era mi hijo. Ese día lo vimos venir. A 80 metros, ya se acercaba: una mujer con estampita en mano, decidida a rezar con nosotros. Nos miramos. A media lengua, me dijo: “¡Corramos!”. Y entendí antes con su gesto que con sus palabras.

A los tumbos, escapamos de esa mirada ajena que nos recordaba todo el tiempo nuestras dificultades. Que nos preguntaba constantemente, con detalle, todo lo que no podíamos hacer o hacíamos con dificultad. Corrimos. Literalmente. Y cuando llegamos al departamento, celebramos. Habíamos escapado.


Lo que realmente necesitamos

Ese día confirmé algo que con el tiempo se volvió evidente: las personas que cuidamos y quienes están enfermos no necesitan sermones, estampitas ni preguntas invasivas. Necesitan empatía en lo cotidiano.

  • Que alguien nos ayude a parar un taxi cuando estamos desbordados.

  • Que nos den un asiento en el colectivo sin que tengamos que pedirlo.

  • Que alguien se acerque a sujetar la puerta mientras sostenemos al enfermo del brazo.

  • Que nos dejen pasar primero en una fila, aunque no lo digamos.

No son grandes gestos heroicos. Son pequeñas acciones que hacen la diferencia y alivian un día que ya es demasiado pesado.


Las dos soledades

Cuidar a alguien con Parkinson, Alzheimer o cualquier demencia significa convivir con dos tipos de soledad:

  1. La del enfermo, que a menudo siente que nadie lo entiende, que es observado, señalado o reducido a un diagnóstico.

  2. La del cuidador, que queda atrapado en un rol y, con el tiempo, siente que desaparece para los demás.

Ambos necesitan lo mismo: compañía real, respeto, ayuda práctica. Y, sobre todo, que los demás comprendan que la vida continúa, que todavía hay momentos de alegría, complicidad y hasta humor en medio de la adversidad.


Una invitación a mirar distinto

Cuando vuelvas a cruzarte con alguien que camina distinto, que tarda en expresarse o que está acompañado por una persona que lo sostiene, recordá: esa mirada tuya puede ser un abrazo o una herida.

No necesitamos que nos recuerden lo que nos falta. Necesitamos que nos ayuden a vivir mejor con lo que tenemos. Y esa es la diferencia entre compasión y empatía: la primera señala, la segunda acompaña.


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