Cuando el cuidador se olvida de sí mismo: la historia detrás de una cerradura.




 Siempre creí que había heredado un talento de mi papá: la capacidad de arreglar cosas.

Mi viejo no terminó el secundario, pero cursó tres años en la escuela industrial, y eso le bastó para sostener a una familia de cuatro. Tenía una estantería enorme, del piso al techo, repleta de frascos con tornillos, clavos, arandelas, pitutos y piezas que parecían inútiles… hasta que él las transformaba en soluciones. Era medio acumulador, sí, pero tenía un súperpoder: arreglaba todo.

En casa, la mesa del living siempre estaba cubierta de cosas: una plancha desarmada, un taladro abierto, un juguete roto, billeteras por coser… y mi papá feliz, martillando, soldando, pegando. Solía decir: “En mi época no había televisión, había que inventar”.

Algo de eso heredé yo. Obvio, no soy como él: si papá era un 10, yo soy un 5, ponele. Pero en mi casa siempre se escuchaba:
—“¡Lau, se cortó la luz!”
—“¡Laura, no anda el cable!”
—“¡La canilla pierde, fijate!”
—“¡La licuadora no funciona!”

Yo resolvía. Era mi rol.

Cuando los pedidos cambiaron de tono

Hasta que un día, esos pedidos dejaron de ser cosas simples.
Ya no eran electrodomésticos ni caños, eran gritos de auxilio:
—“¡Laura, cómo hago con la pastilla!”
—“¡Laura, levantame de acá!”
—“¡Lau, no puedo ir al baño!”
—“¡No te vas a ir ahora, ¿no?!”
—“¡No puedo tragar, qué hago? ¡Hacé algo!”

Y ahí entendí la verdadera dimensión de ser cuidadora.

Cuando una tiene hijos, los primeros años nos ven como superhéroes. Los nenes nos miran desde abajo, con esa fe absoluta de que mamá o papá lo saben todo. Y una se siente poderosa, importante. Pero en este caso, Roberto no era mi hijo.

Ya les conté alguna vez: nuestra relación había sido tóxica. Y, sin embargo, terminé en ese lugar, cuidándolo a él y a su madre, una señora mayor que no aceptaba ayuda de nadie más. Yo era “la elegida” para sostenerlos a ambos.

El día que me volví cerrajera

Un día, después de cocinarles el almuerzo, salí del departamento y olvidé la llave adentro.
Volví a tocar el timbre: nada.
Golpeé la puerta, fuerte: silencio.
Esperé. Empecé a transpirar.

¿Qué había pasado en esos cinco minutos?
¿Se habían desmayado los dos? ¿Y si necesitaban ayuda urgente?
Pensé en llamar a los bomberos, a la policía, al 911. El corazón se me salía del pecho.

Corrí escaleras abajo a buscar al portero: no estaba. Volví, pateé la puerta, nada. Revisé la mochila y me vino a la cabeza una idea loca: “¿Y si pruebo con una tarjeta plástica?”

Escuché a Roberto, débil, llamándome desde adentro.
Decidí que iba a intentar 10 minutos. Si no podía, llamaba a los bomberos y listo.
Cállense que funcionó: abrí la puerta como una verdadera MacGyver.

La imagen en el espejo

Pero lo que me impactó no fue mi hazaña de cerrajera improvisada. Fue el reflejo que vi en la puerta: una mujer con el pelo desprolijo, llena de canas, con las uñas descuidadas. Alguien que había dejado de mirarse en el espejo.

Podía abrir una puerta con una tarjeta, pero no encontraba una hora para comer tranquila, para teñirme, para ponerme ropa que me gustara. Todo lo que yo era, toda mi energía, estaba puesta al servicio de cuidar al otro.

Y ahí apareció la pregunta que muchas veces nos da miedo hacer:
¿Qué pasa con nosotros, los cuidadores, cuando dejamos de cuidarnos?

Cuidar sin desaparecer en el intento

Cuidar a un familiar con Alzheimer, Parkinson u otra enfermedad crónica es un acto de amor enorme. Pero también es un camino que puede desdibujar nuestras necesidades, volvernos invisibles incluso para nosotras mismas.

Porque sí, los cuidadores aprendemos a ser plomeros, electricistas, enfermeros, choferes, psicólogos improvisados… Nos volvemos expertos en resolver. Pero detrás de ese rol, sigue habiendo una persona que siente, que se cansa, que necesita ser cuidada también.

Hoy miro para atrás y entiendo que esa escena —yo abriendo la puerta como una ladrona improvisada, despeinada, exhausta— fue una metáfora perfecta: había aprendido a abrir puertas para los demás, pero tenía cerrada la mía propia.

Y quizás, como cuidadores, lo primero que tenemos que aprender es esto: abrir la puerta hacia adentro, darnos un espacio, reconocernos y pedir ayuda cuando lo necesitamos.


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