Introducción
En la ciudad de Buenos Aires, los hospitales públicos cuentan con profesionales de excelencia: médicos, enfermeras y personal que dejan el alma en su trabajo. Sin embargo, también enfrentan desafíos edilicios, administrativos y logísticos que forman parte del día a día.
En este escenario, cuando un familiar padece una enfermedad crónica o degenerativa, uno termina aprendiendo a moverse por pasillos y protocolos como si fueran parte de la propia casa. Esta es la historia de cómo, en medio de ese mundo hospitalario, conocimos a Sergio, un joven padre del interior, y cómo el acompañamiento hospitalario transformó a todos los que estuvimos cerca.
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Vivir en modo hospital
Cuando se acompaña a un ser querido enfermo, la vida entera se acomoda al ritmo del hospital. Ya sabía dónde quedaban rayos, laboratorio, enfermería y farmacia. Me saludaban médicos, enfermeros, camilleros, personal de mantenimiento. Se forma una especie de “familia hospitalaria”, porque no se trata solo de visitar al enfermo con una bolsa de facturas y volver a casa; es empezar a vivir en modo hospital.
Se conocen los horarios de las comidas, quién está de guardia los fines de semana y dónde buscar pañales en feriados. Incluso llegué a conocer la morgue… pero esa es otra historia.
Fue en ese contexto que apareció Sergio. Tendría unos 30 años, dos hijos pequeños y una esposa que lo acompañaba con una mezcla de amor y desconcierto. Venían del interior para estudios complejos. Ella recién empezaba ese camino que yo ya había transitado durante años.
Pronto comenzamos a compartir mates, charlas y feriados en un hospital casi vacío. Nos acompañábamos en los días buenos y en los días difíciles. Aunque fueron apenas dos meses, Sergio estaba cada vez más delicado.
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Solidaridad entre pacientes y cuidadores
Cuando los resultados de Sergio empeoraron, decidimos ayudar como pudimos: les regalamos las bicicletas de los chicos, el microondas y algunas otras cosas útiles. En esos momentos, uno descubre que dar una mano alivia tanto al que recibe como al que ofrece.
Las últimas semanas fueron durísimas. El cuerpo de Sergio ya no respondía. Y ahí estuvo Roberto —mi pareja—, con su propia enfermedad, ayudando en todo lo que podía: alcanzándole el vaso de agua, avisando a las enfermeras cuando el dolor era insoportable, acompañándolo al baño, cambiándole una venda.
Ese mismo Roberto, que pasaba de la rigidez extrema a movimientos involuntarios incontrolables, encontró fuerzas para estar presente y cuidar.
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Lo que Sergio nos dejó
Sergio y su familia nos enseñaron algo que ni los años de enfermedad de Roberto habían logrado: mirar más allá de nuestro propio dolor. Durante esos meses, dejamos de pensar solo en nuestra situación para reconocer que todos, en algún momento, necesitamos apoyo.
El acompañamiento hospitalario no es solo estar presente físicamente: es compartir el peso emocional, ofrecer un mate, un gesto, un silencio, y recordar que la humanidad se fortalece en comunidad.
Sergio ya no está, pero su huella quedó en nosotros. Su historia sigue siendo un recordatorio de que, incluso en los pasillos fríos de un hospital, la solidaridad y el cariño pueden transformar vidas.
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