Y si el cuidador se enferma?, la soledad detrás de la fiebre y el cansancio
Cuando el cuidador se enferma: la soledad más difícil
La mayoría de las veces hablamos del paciente: sus síntomas, sus tratamientos, su rutina. Pero hay un punto ciego del que casi nadie habla: ¿qué pasa cuando el cuidador se enferma?
Esa fue mi experiencia, y quiero compartirla porque sé que muchos pueden sentirse identificados.
Una infancia con salud de hierro
Siempre tuve buena salud. De chica era casi un récord: en la escuela primaria llegué a tener asistencia perfecta varios años seguidos.
No es exageración, habrán sido cuatro o cinco años en los que no falté ni un solo día.
Mi mamá tenía mucho que ver. Se levantaba rigurosamente a las seis de la mañana y me despertaba con un jugo de naranja natural. A las 7:45 ya estábamos las dos abajo, esperando el colectivo escolar en el hall del edificio.
No sé si fue ese ritual del jugo en ayunas o la genética, pero difícilmente me enfermaba. En el secundario y aún de adulta lo mantuve: a lo sumo una febrícula, esa que odiaba porque con 37.5 no te justificaban faltar. Un té de limón, y a seguir.
El Parkinson y la exigencia de cuidar
Años después, la vida me puso en otro escenario: los primeros tiempos de convivir con el Parkinson de Roberto. Aunque era el inicio, sus OFF eran rabiosos y contundentes, dejándolo prácticamente inhabilitado por momentos.
Yo corría entre el comercio familiar, mis hijos todavía en la primaria, y Roberto cada vez más dependiente. Todo se sostenía gracias a mi cuerpo y mi energía.
Hasta que un día mi cuerpo dijo basta.
La primera vez que me enfermé de verdad
Esa mañana amanecí rara. Me había quedado dormida, lo que ya era síntoma de cansancio acumulado. Preparé a los chicos, los llevé a la escuela y seguí.
A la una de la tarde, de regreso para buscarlos, empezó un dolor de cabeza insoportable. Tanto que pensé: “¿y si tengo un tumor?”. Suena exagerado, pero entiendan: yo nunca tenía dolor de cabeza. Nunca.
Esa tarde fui a la farmacia. En casa había cajas enteras de medicación, pero todas para él. Para mí, nada.
A las seis estaba en el negocio, atendiendo como podía. Una clienta me miró fijo, me tocó la frente y me dijo:
—“Laurita, me parece que tenés fiebre”.
Llegué a casa y me medí: 39.5. Jamás en mi vida había pasado de 38. Me tomé un ibuprofeno. A las diez de la noche la fiebre apenas bajó unas décimas, y la cabeza me explotaba. Pedí un taxi y fui al hospital.
El médico me revisó, pidió análisis. Yo le expliqué entre mareada y ansiosa:
—“Doctor, que sea lo que sea, pero internada no me puedo quedar. Tengo a Roberto, a los nenes, el negocio…”
Creo que ni me escuchó.
A las 2:30 de la madrugada llegaron los resultados: varicela. A los 40 años. Primera vez. Y no se lo recomiendo a nadie.
—“¿Con quién está? ¿Alguien la acompañó hasta acá?”, me preguntó el médico.
No, nadie.
Seis días de fiebre y soledad
Me dieron un inyectable, y comenzó el calvario: seis días seguidos de fiebre de 40, que bajaba apenas a 38. Ronchas que deformaban mi cara y mi cuerpo. Una picazón tan desesperante que sentía que me arrancaría la piel. La varicela, en adultos, cursa de forma muy virulenta, fiebre muy alta y ampollas particularmente grandes en el cuero cabelludo y zona genital.
Pero lo peor no fueron las ronchas ni la fiebre. Fue la soledad.
Nadie me acompañó esa noche al hospital. Nadie estuvo conmigo durante esos días en los que yo, la que siempre sostenía a todos, necesitaba que alguien me sostuviera.
Y esa es la parte que casi nadie ve: cuando el cuidador se enferma, el sistema entero tambalea, porque todo estaba puesto sobre sus hombros.
Lo invisible que nadie cuenta
Hoy, mirando hacia atrás, entiendo que no es que la gente no quisiera estar. Es que no sabían cómo.
Los amigos a veces se alejan porque no encuentran las palabras. La familia mira para otro lado porque la enfermedad asusta. Y el cuidador queda en el medio, invisible, sosteniendo todo hasta que el cuerpo dice basta.
En esos días me hubiera alcanzado con un gesto mínimo: alguien que me preguntara si necesitaba que me llevaran al hospital, alguien que se quedara un rato en casa, alguien que me recordara que yo también importaba.
Porque sí: el paciente es protagonista, pero el cuidador también enferma. Y cuando eso sucede, la soledad se vuelve brutal.
Reflexión final: el cuidador también importa
Escribo esto porque sé que muchos se pueden sentir identificados.
Si estás acompañando a alguien, no des por hecho que el cuidador puede con todo. No es de hierro. Necesita también contención, compañía, alguien que lo mire.
Y si sos cuidador, quiero decirte que entiendo tu cansancio, tu invisibilidad, tu miedo. No estás solo, aunque muchas veces lo parezca.
Yo aprendí aquella vez, con 40 grados de fiebre y el cuerpo cubierto de ronchas, que también tengo derecho a enfermarme, a pedir ayuda y a ser cuidada.
Porque al final del día, el cuidador también importa.
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